HORAB
"EL OCASO"
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[TAPA BLANDA O DURA]
EDICIONES: "CLÁSICA", "ILUSTRADA" Y "DE LUJO"
CAPÍTULO I: LA VERDAD
FUE aquella voz gélida y apagada lo que hizo que su mente regresase al mundo de los vivos. Aquella voz... Por puro instinto intentó respirar, lamentándose al momento de aquella decisión involuntaria pues su boca se llenó de una sustancia espesa, gelatinosa y sabor rancio que pronto comenzó a inundar también su garganta y sus pulmones. Luchó contra aquella sensación de ahogo imparable, luchó por aferrarse a aquella consciencia recién recobrada.
“Ideal, aquí se acaba todo...”
Akar pensó aquello sabiendo a ciencia cierta que no tenía nada que hacer. Aún así, hizo acopio de fuerzas, abrió los ojos e intentó mover las manos sin éxito. Esa extraña sustancia densa y pegajosa se lo impedía. Con sus últimas reservas de aire buscó desesperado una salida, una ayuda, algo que le permitiese respirar y evitar así el rápido sendero de la muerte que llevaría su luz hasta los ancestros más allá de las altas luces del firmamento. Pero no vio nada, solo logró escuchar de nuevo aquella gélida y apagada voz hablando a una distancia indeterminada, como burlándose de su cruel destino y de sus patéticos intentos por escapar de la maldita sustancia que le arrebataba el aire y la vida. Aquella apagada voz...
Sus reservas de aire llegaron demasiado pronto a su final.
“–Te lo prometo. Puedo salvarte.”
La mentira, otra vez. La mentira que le había soltado a aquel joven soldado zulá1 en lo profundo de Los Caídos destapando la cruel verdad, la que le repetía sin cesar lo que él era, lo que nunca dejaría de ser.
“–Os lo prometo, puedo salvaros.”
Su error, uno de muchos. El error de creer que podría ayudar a aquellos dos desgraciados muchachos néldor criados bajo la sucia y despiadada mano de un zafio rastrero y mentiroso como pocos. Pero no, eso no era así, él no era ningún salvador.
Él era Akar, el asesino.
Estaba claro, más que claro. Dóbar y Kay, aquellos chicos, aquellos niños a los que había jurado proteger pero a los que no... entendió en seguida lo que les había pasado. También les había fallado. A ellos, y a su padre, y a Ormul, y a Hurka, y a Jubal, y a Vérel, y a Zulaira, y a todos... Porque a esas alturas los gonks ya habrían atravesado El Bosque de Oro2, habrían llegado a las puertas de su hogar, de La Fortaleza y...
Muerte, solo vio muerte.
Pero él seguía vivo. Cierto que no respiraba, eso era verdad, pero también lo era que sus ojos seguían abiertos y que su mente seguía despierta. Y su corazón latía, vaya que si latía. ¡Estaba vivo! No había duda posible, no sabía cómo, pero esa era la realidad.
–Bien hecho, hermano.
Aquella gélida voz, tan familiar...
De repente vio una espectacular bola de fuego atravesando la espesa niebla de un siniestro y viejo bosque. También vio a Vérel el rojo, su fiel amigo, su querido karinumá, su leal montura, retorciéndose en el suelo recubierto de unas extrañas criaturillas de afilados y pequeños colmillos. Aquella imagen dio paso a la de un árbol retorcido de aspecto amenazante que dejó escapar cientos y cientos de sombras aladas que salieron a toda velocidad rumbo a los cielos, uniéndose a una descomunal y amenazante nube negra. Y, sin más, una cruel y depravada calavera le miró burlona y directamente a los ojos desvaneciendo en una bruma oscura todas las otras imágenes.
Sus recuerdos le jugaban una mala pasada a sus sentidos.
–El heredero nunca será tal cosa. Sombras y el resto de emisarios se encargarán de él.
Aquella voz, tan cercana...
Entonces por fin recordó, su mente juntó aquellas imágenes fragmentadas y entendió lo que le había pasado. Había sido hacía muy poco, cerca de la Éter-Muná, la colosal montaña a la que todos llamaban “la señora”. Una bandada de cientos de miles de pequeños y airados quirópteros les habían atacado a él, a Kay y a Dóbar mientras huían, y por eso, para protegerlos, había usado su don. Pero algo había salido mal, había sentido el insano placer causado al dejarse llevar por su miedo y su furia y... y había perdido totalmente el control.
Sintió un tremendo desgarro quebrando su espíritu dentro de lo más profundo de su alma.
“Kay, Dóbar... ¿qué os he hecho? Lo siento...”
Sino hubiera sido por aquella rancia y densa sustancia, sus ojos se hubiesen inundado de lágrimas casi sinceras. Pero ni eso podía hacer. Aquella pegajosa sustancia también le privaba de ello. Sintió crecer el miedo y la rabia en su interior otra vez. Su fracaso convertido en un tormento más pesado que el fondo de una montaña le llenó de nuevo de ira y aquella ira se desató en su interior en un silente aullido de dolor que su mente y cuerpo transformó en puro kradparuná3. Y aunque tuvo un breve instante de inspiración en el cual podría haberse detenido si hubiese querido, no lo hizo, no quiso controlarse, lo que quería era acabar con todo de una vez.
Acabar con el dolor al precio que fuese.
Algo en su interior le dijo que algo así, liberar kradparuná en estado puro, era una acción tan descabellada y temeraria que lo consumiría sin remedio en un más que breve y pasajero nahkran4, que todo acabaría demasiado rápido. Pero eso ya no le importaba nada de nada, solo ansiaba dejar de sufrir, así que se dejó llevar totalmente por aquella demencial idea.
Aquella voz gélida y apagada se calló en la distancia en ese mismo momento.
Pero, para su sorpresa, no encontró la muerte tras aquel intento desesperado e imposible. Por alguna razón desconocida para él, aquella extraña sustancia también le impidió el recurrir a su poderoso don. O tal vez fuese que él no sabía cómo hacer uso del mismo en aquellas condiciones. Puede que solo estuviese demasiado agotado como para hacer nada.
Daba igual.
También había fracasado en su intento de perder la vida.
–Es peligroso, ¿seguro que podrás someterlo, mi hermano?
Aquella nueva voz era diferente, más dura, más seca, más cruel, pero también sin sentimiento alguno. Los ojos del joven príncipe por fin se adaptaron, más o menos, a su nueva situación, permitiendo que la claridad de más allá de la sustancia por fin cobrase forma. Había una enorme pared natural de piedra y tierra al otro lado y unas extrañas siluetas mucho más pequeñas en el suelo. ¿Piedras? Sí, eso eran, pero eran muy pequeñas para ser rocas, eran más bien, como...
“¡Ah, claro! Es el cauce de un río seco.”
Fijó la vista en la parte superior de aquella pared natural, distinguiendo sobre la misma unos extraños artilugios en forma de cruz, con unas deformes sombras que las recubrían. No tuvo duda de que aquello era algún punto del extenso Laoent5, el famoso río seco que bordeaba las áridas tierras de Verm-Gorh de punta a punta.
La primera voz, la pausada y gélida, dijo algo que no logró entender, algo que hizo que la segunda voz, la dura y seca, le contestase con un servicial: “Sí”.
Bueno, pues si no podía morir, por lo menos lucharía como todo buen jinete rojo se suponía que debía hacer. Centrando su mente y sus recuerdos en la voz de Hurka y en sus consejos, logró alcanzar un cierto estado de paz mental. Reunió fuerzas dentro de sí e intentó despertar su don una segunda vez, pero estaba vez procurando no perder el control.
“Sí, funciona.”
Mientras pensó aquello, un pequeño punto luminoso recorrió la superficie de la sustancia hasta situarse a la altura de su pecho, una especie de ojo diminuto que le miró de forma inquietante antes de adentrarse en su carne atravesándola sin dificultad y alcanzando su corazón sin ninguna clase de esfuerzo. La punzada de dolor que sintió hizo que el joven príncipe se estremeciera y se retorciera compulsivamente. Pese a ello, la extraña sustancia pegajosa amortiguó sin problemas todos aquellos espasmos evitando que sufriera daños graves.
Akar lo entendió.
No podría usar su don mientras ese ojo le vigilase tan de cerca.
No podía elegir morir, ni tampoco luchar.
Estaba atrapado.
Agonizando en un estertor de puro dolor, su mente se sumió lentamente en un largo y terrible sueño. Fue entonces cuando una figura se acercó hasta él. El rostro de aquella figura se le hizo visible por un mísero instante antes de caer en el abismo de nada en la que se convirtieron sus pensamientos. Fue tu rostro lo último que vio aquel día el joven príncipe Akar.
–El Mal tiene grandes planes para ti –le dijiste más como un hecho imparable que como una amenaza.
–Ya falta poco para Su retorno, hermano –era tu despiadado hermano, el general néldor Krutt Hej'Ari, el que te acompañaba.
Guardaste silencio mirando detenidamente a aquel poderoso pero imprudente roühm.
–Esperemos que nuestro nuevo Áknador6 entienda cuál es su verdadero destino antes de que por fin llegue el ansiado día.
Introduciendo tu brazo derecho a través de la extraña sustancia, lo aferraste por el cuello y luego tiraste con fuerza de él haciendo que su cabeza quedase al aire, libre de la densa sustancia de la que estaba hecha el cuerpo no-sólido del apresador, la criatura que lo mantenía retenido.
Sé que no sentiste lástima por él. Sé que tu mente pensaba en una cosa muy diferente a la compasión. Y sé que, de hecho, tú nunca habías sentido en tu vida nada parecido al amor por nadie, ¿verdad?
–No podemos fracasar. No debe haber paz –te dijo tu hermano néldor escupiendo con cierto asco aquella última palabra.
–No –le contestaste sin mostrar ninguna clase de sentimiento. Entonces fijaste tu mirada de nuevo en aquel joven y pelirrojo príncipe antes de decirle muy lentamente y al oído, sin que tu hermano pudiese escucharte–: Pronto entenderás la verdad de este mundo miserable. Entenderás mi verdad. Yo te mostraré el fuego imperecedero de Kaz-Minkú y tú, Áknador, serás mío... para siempre.
Si te soy sincero, me alegro mucho de que lo consiguieras.
* * * * *
–Aprisa, Sóyar. Ya llegan, los oímos venir.
El veühmiano resopló disgustado y se esforzó por atravesar el muro de zarzas y espinos maliciosos que bloqueaban el camino hasta la base de la Fuente de la Vida. Tres rostros de piedra desgastados por el paso del tiempo y recubiertos de maleza y malas hierbas formaban una especie de triángulo equilátero en cuyo centro se abría una boca que aún conservaba restos de musgo y humedad. Allí era donde, en otra era más pacífica y segura, el agua fluía con fuerza y abundancia regando el enorme valle que había existido en aquel tiempo en aquellas tierras ahora yermas y desérticas. El sol picaba con fuerza y el hombre había comenzado a sudar copiosamente.
Sus ojos verde esmeralda no parecían nada contentos de encontrarse en aquella situación.
–¿Seguro que es aquí? No quiero trabajar en balde, hay una razón por la que vivía tranquilamente y apartado del resto de la gente en mi cabaña. Una razón de peso. Una razón buena y justa. ¡Mira este maldito sitio! Este jardín no ha visto una podadera en años, esto me llevará mucho, pero que mucho trabajo. ¿Sabes? Yo era feliz allí en mi pequeña cabaña. Tengo de todo allí, tengo vino, tengo sombra, tengo silencio. ¡Y estoy solo! ¿Sabes lo bueno que es eso? Cuando estás solo nadie te hace pasar por zarzales por los que no quieres pas...
–Limpia el lugar –le interrumpió la voz de Todos entre impaciente y cansado. Conocía al veühmiano, estaría más rato quejándose que trabajando si no se andaba con ojo. Desde la empuñadura tras la cual el rostro del último de los emisarios blancos hablaba, Todos hizo un esfuerzo para motivarlo–: Tú creaste la Llave. Tú debes ayudarnos a recuperarla. No puedes negarnos eso, hijo de Moradas. Haznos caso y limpia bien todo este lugar, luego clávanos en el centro, justo en la base de la Fuente. Si los reyes no se presentan, mañana al alba serás libre de regresar a tu escondite o a donde te plazca.
–¡Viejo loco! Claro que voy a volver a mi cabaña. ¿No has oído lo de mi felicidad, la soledad y el silencio? –mientras refunfuñaba, el hombre extrajo un extraño artilugio de dos piezas separadas, ambas alargadas y de un dedo de grosor, y que comenzó a unir por el centro–. No sé porqué me dejo convencer. Con lo bien que estaba yo... ¡y voy y lo cambio por esto! ¡Maldita suerte la mía! Dichosa Llave, nunca debí ayudar al rey con aquello. ¡Toda la vida me va a perseguir!
El veühmiano era un hombre de aspecto débil, no muy alto, cuerpo flacucho y algo encorvado. Sus manos estaban llenas de cicatrices y marcas de toda clase, muchas causadas por el uso del fuego y el metal, y su pelo, marrón y algo rizado, comenzaba a escasear por la parte de arriba aunque estaba inusualmente denso en las patillas y en los laterales. Vestía una extraña combinación de pantalones anchos y color arena, camisa de mangas también anchas y a juego, además de portar una especie de cinturón que llevaba colgado a modo de bandolera y del que sobresalían toda clase de piezas metálicas y objetos de extraña apariencia.
La mayoría de ellos no parecían servir para gran cosa.
En su espalda llevaba una mochila vieja, hecha de piel y repleta de bolsillos cerrados llenos con toda clase de trastos y utensilios, como aquel artilugio de dos piezas sobre el que ahora trabajaba.
Visto así, de aquella guisa, Sóyar no parecía gran cosa, sudado como estaba en mitad de unas viejas ruinas llenas de zarzales, quejándose de todo en voz alta y hablándole a la empuñadura de una vieja espada. Pero quien lo juzgase así se equivocaba, pues él era el último de los artefacteros7 vivos de Moradas, mano derecha del perdido y legendario rey Veühm, el llamado “Creador”.
Un mito y un héroe.
Un auténtico genio entre los genios.
–¡Zarzas bastardas hijas de la gran...!
–Muestra respeto, que este es lugar sacro, hombre –le corrigió Todos sin lograr impedir que el artefactero soltase el improperio seguido de cuatro o cinco más a cual peor.
–¡Qué fácil es hablar mientras los demás nos dejamos los cuernos trabajando! No solo te presentas sin avisar en mi casa, dejas que me roben el licor y que duerman en mi cama sino que ¡me haces trabajar de jardinero! Y al final para que no vengan. ¡Será zopenca la...! -exclamó al hacerse un pequeño corte en un dedo al terminar de encajar las dos piezas de artilugio.
Sin dejar de despotricar contra casi todo, sacó una pequeña pieza circular de la bandolera que finalmente ajustó a ambas piezas haciéndola rodar hasta situarla justo en el centro del artilugio. Luego lo revisó meticulosamente y, cuando estuvo convencido de que todo estaba correcto, lo lanzó al aire con cierta fuerza.
–¡Hijo de la gran gonk! Yo era feliz en mi cabaña, ¿sabes? Feliz de verdad.
Entonces los ojos le refulgieron de un verde intenso a la vez que su mano derecha se llenó de pequeñas chispas que, cual rayos caídos de los cielos, parecieron cargar de energía pura el extraño artilugio que había creado y que flotaba misteriosamente a varios palmos del suelo. Entonces se apartó algo apurado a varios pies de distancia de allí, no sin dejar escapar enfadado más palabrotas que pisadas durante aquel corto trayecto.
Muchas de ellas relacionadas con las antepasadas de los Instructores Blancos y su promiscua y mala vida.
Un genio entre los genios.
El artilugio emitió un sonido agudo y luego dejó escapar toda aquella energía acumulada y amplificada, liberando una potente y contenida onda de luz y calor. Al momento, el lugar se llenó de un fino humo gris y un extraño olor a hierba seca y chamuscada, a juego con la vegetación achicharrada del lugar, que fue lo único que quedó tras la onda de energía de la peculiar podadera veühmiana.
Sóyar resopló insatisfecho.
–¡Menuda me espera! Este trasto ha hecho lo que le ha dado la gana, ya te lo dije, es más viejo que tú. Menuda ha liado. ¿Y ahora quién quitará toda esa hierba chamuscada? Eso es mucho trabajo, mucho, mucho. ¿No pretenderás que lo haga yo, no? ¡Solo me faltaba eso!
–El heredero debe ser revelado en el momento preciso. No antes, no después –fue la distraída respuesta de Todos.
–¡Tócate los dos sagrados!
–Muestra más respeto, Sóyar, que este es lugar sacro.
–Claro, ¡cómo no! Tú todo lo arreglas igual. Osea, que lo arregle otro, ¿no? El heredero allí dándose un festín y mientras tanto aquí estoy yo... ¡deslomándome y limpiando este “sacro” lugar! Yo era feliz, ¿te lo he dicho ya? Allí en mi cabaña tengo...
–Date prisa. Los oímos en los cielos y en la tierra. Se acercan –la imagen de Todos se diluyó en un mar de nubes grises allá en la empuñadura de la espada desde la que hablaba.
El tiempo del emisario también se acababa, si los reyes no se presentaban...
Sóyar siguió refunfuñando y acordándose a partes iguales de su cabaña y de las promiscuas antepasadas de los Instructores. Aún así, trabajó bien y se dio prisa en hacerlo, de hecho, tras medio nahkran de duro esfuerzo, se paró a observar el resultado de su labor. Ahora sí el lugar daba la impresión de haber sido el importante punto de peregrinaje que en otra era fuese. Aunque seguía siendo un montón de ruinas abandonadas y ennegrecidas.
El agotado artefactero finalmente clavó la espada en la base de la Fuente, allá donde le indicase Todos.
–Ya está hecho –dijo en voz alta. Luego, tras darle un largo trago a una botella llena de algún potente licor color ceniza, preguntó–: ¿Y ahora qué?
–Ahora esperaremos –le contestó el último emisario desvaneciéndose por completo tras las nubes formadas en la empuñadura. Con su última voz, añadió–: Si los reyes del Sur no acuden, si ya han perdido toda esperanza, habremos fracasado por última vez.
Siguiendo el plan del emisario blanco, Sóyar buscó un lugar seguro a cierta distancia de allí, en una posición algo elevada que le permitía otear el horizonte con facilidad. Luego extrajo un nuevo artilugio que finalmente desplegó y resultó ser una tela que formó una especie de tienda con la que podía refugiarse de los potentes rayos del sol de aquel lugar. Además, lograba pasar bastante desapercibida desde cualquier sitio del que se mirase. Finalmente, sacó un nuevo objeto alargado y ligeramente cónico que contenía una curiosa lente verdosa tanto en su punta de inicio como en la final. Miró por ella, ajustó algo del interior del objeto haciendo que sus manos chisporroteasen de nuevo y, satisfecho, lo dejó en el suelo al alcance de la mano.
Necesitaría el visionador para vigilar la zona.
El tercio matutino pasó sin novedad alguna, el tiempo parecía no querer avanzar, cosa que el artefactero aprovechó para echar mano del potente licor ceniza y darse una buena, y desde su punto de vista, más que merecida siesta.
Las sombras de la tarde comenzaron a menguar el calor acumulado del día cuando el veühmiano despertó. Una gigantesca nube de polvo se había formado en el horizonte, su frente cubría todo lo que la mirada alcanzaba a ver. La tierra temblaba ligeramente a la par que, en los cielos, unas ágiles y enormes figuras aladas sobrevolaban vigilantes el recinto de la Fuente de la Vida. Sóyar cogió el visionador y observó con él la nube de polvo. Aquel objeto, pese a su antigüedad y sencillez, era muy preciso y útil para cumplir con aquella función.
–¡Viejo loco! –se le escapó casi sin querer.
A través del visionador, Sóyar distinguió con meridiana claridad una sucesión interminable de jinetes, arqueros, lanceros, espadachines, armas de asedio, estandartes, banderas y símbolos de toda clase y nación, desfilando en línea recta hacia la Fuente. Un graznido muy peculiar resonó desde los cielos.
Uno de los poderosos glodandros se dejó ver.
–¡Por todo el vrédum! –exclamó boquiabierto dejando caer el visionador al suelo.
El emisario no solo había acertado y los reyes del Sur acudían a la última llamada, sino que todo Belfáel parecía haberse puesto en pie de guerra, incluso las leyendas surcaban los cielos nuevamente.
–¡Maldita sea mi suerte! –exclamó antes de ir en busca del heredero. No estaba seguro de lo que pasaría entonces, pero se hacía una idea y por eso protestó en voz alta–: ¡Por mis dos sagrados! Pobre, no tiene ni idea de la que se nos viene encima...
Mientras Sóyar iba en su busca, muchas cosas sucedieron, mas ninguna tan importante como cuando por fin el heredero, a lomos de Vérel, se dejó ver tras subir una suave pendiente desde la que era visible todo el recinto de la Fuente de la Vida y, en seguida, comenzó a leer en voz alta lo que Todos le había hecho escribir en un papiro hacía ya un par de soles.
Poco importó que, antes, el emisario blanco renaciera como hombre por última vez.
–Hijos de Kárindor, sed bienvenidos –les dijo el sabio Instructor. Añadió–: Si el Mal triunfa nadie quedará para contarlo. Hemos vuelto para anunciaros la verdad... –Todos hizo una pausa intencionada antes de darles la verdadera noticia por la cual el último de los Instructores había decidido regresar–: ¡El Mal en persona retornará! Su luz tomará forma en Kárindor en breve, a más tardar, un año lunar. La Torre Blanca luchará, ¿qué hará el resto?
Tampoco importó mucho el valiente juramento de fidelidad de Gladio, quien pese a tener el corazón roto de dolor y haber perdido prácticamente las ganas de vivir, fue el primero en arrodillarse. Ni que los dos leales reyes ónimods también hicieran lo propio casi al momento, como al final hicieran todos los demás. Ni siquiera importó demasiado cuando tú dejaste oír tu risa siniestra y gélida procedente de las profundidades de la tierra mientras tu poder malévolo deshacía el suelo ante los pies de tus enemigos, formando una depravada calavera envuelta en una nube densa de polvo, humo y cenizas.
No fueron tus crueles palabras, ni tus pérfidas amenazas, lo que se recordaría de aquel día.
Ya que aquel día, fue el día del regreso del heredero.
El día en el que los moradores de la Tierra Viva casi recordaron lo que significaba la palabra esperanza.
–El comienzo de toda historia siempre es el final de otra. Pero nuestra historia no habla del pasado. No. Habla del futuro. Un futuro lleno de confusión... Dudas... Miedos... Un futuro de odio. Un futuro de muerte. ¡Sí! Pero un futuro que es solo nuestro... ¡Esta es nuestra historia! ¡Esta es nuestra leyenda!
Fue el día en el que los cielos se despejaron a medida que la voz del heredero habló, a la par que una fina lluvia apagó los rescoldos causados por el malévolo fuego que creaste, deshaciendo también la imagen de aquella depravada calavera formada por tierra, polvo, humo y cenizas que tan bien representaba a tu Amo, el Mal.
Aquel día, por última vez, brotó un agua pura, limpia y cristalina de la Fuente de la Vida cuando el último emisario de Albnoc que pisaría Kárindor, aquel que se hizo llamar a sí mismo Todos, aquel a quien los reyes de la antigüedad llamaban Krádor en los Concilios del pasado, el último de los vástagos de Laash en el mundo, el nombrado Unáor “el que renace” para los hijos de Ádalid y Abismos, el mismo que había cabalgado sin miedo en la gran guerra de la Éterdor8, anunció con ayuda de su poderosa voz de Instructor:
–¡Belfáel! ¡He aquí al heredero de la promesa!
Fue entonces cuando Vérel se encendió en llamas por un largo momento, poniéndose a dos patas y creando una imagen difícil de olvidar. Después, jinete y corcel comenzaron a descender hasta la base de la Fuente, allá donde los grandes hombres, mujeres y reyes del Sur aguardaban expectantes junto con el renacido emisario blanco. Un murmullo de desagrado se comenzó a oír cuando una figura menuda, más bien flaca, se hizo visible al acercarse hasta ellos el bello y leal karinumá. El murmullo se convirtió en un silencio triste, un vacío que solo demostraba desilusión, desesperanza y miedo.
El heredero desmontó.
Era joven, muy joven, demasiado joven.
–¡Mirad a vuestro futuro, a nuestra esperanza! ¡Mirad a Esat Minkú, quien apagará la oscuridad! –exclamó Todos lleno de un inexplicable entusiasmo.
–¿Qué clase de broma insolente es esta? –soltó indignado León, el caudillo de los vónador, en respuesta.
Esat Minkú se situó al lado del sabio blanco, se llevó la mano a la cara y se retiró un molestoso bucle de pelo rizado y negro que le colgaba casi directamente sobre uno de sus ojos. Aunque en su mirada no parecía existir el miedo, sí que estaba claro que no se encontraba a gusto allí, ante tantas miradas indiscretas y recelosas. Les saludó de forma tosca con su mano izquierda y, tras una última mirada de reojo a Todos, les preguntó con voz insegura pero decidida:
–¿Vosotros sois los que vais a ayudarme a encontrar a mi hermano o no? Se llama Dob y es bastante tontorrón. ¡Ah, sí! Podéis llamarme Kay –Todos carraspeó intencionadamente cosa que provocó que Kay, tras rascarse la nariz de forma desagradable, añadiese con cierta desgana y algo avergonzada–: Bueno, en realidad me llamo Kayla.
Tras lo cual, aquella pobre chica néldor criada a manos de un horrible zafio, y que solía preferir hacerse pasar por hombre en vez de por mujer para evitarse problemas, sorbió con fuerza por la nariz y dejó escapar una amplia sonrisa, seguida de una risa fresca, amable y clara como un nuevo día.
Por desgracia, aquel también fue el día en el que la mayoría de los hombres, en su absurda ignorancia y total estupidez, creyó perder la fe en aquello a lo que siempre habían llamado “verdad”.
...22 de Ormum del 20º Eunú, Quinta Era9
1 Ver anexo: “Sobre los Pueblos de la Tierra Viva”.
2 Ver anexo: “Sobre Kárindor”.
3 Ver anexo: “Sobre el Kradparuná”.
4 Ver anexo: “El Calendario y las Fechas”.
5 En muchos maps modernos aparece denominado también como “Laotent”.
6 Juego de palabras en lengua antigua, literalmente: “Akar, Príncipe de los Abandonados”.
7 Título dado a los mejores ingenieros y constructores del pueblo de los hijos de Veühm. A lo largo de la historia, solo un par de decenas tuvieron el honor de recibir tal título.
8 Ver anexo: “Sobre las Eras y los Tiempos”.
9 Ver anexo: “El Calendario y las Fechas”.
Copyright © 2021 El Regreso del Heredero [J.A.Roman]CAPÍTULO II: EL DESPERTAR
LOS jinetes los rodearon, observándolos con mala cara y de forma suspicaz. El grupo del que formaba parte estaba compuesto por un centenar de viejos enclenques, una veintena de mujeres jóvenes pero ya enviudadas, y un par de docenas de niños, tres de los cuales estaban muy enfermos. Él era quien conducía un sucio y viejo carro en el cual llevaba a esos tres pequeñajos. Un guerrero pelirrojo de feo rostro, labios finos y orejas algo grandes se detuvo al ver su destartalado carro. Portaba una cinta púrpura sobre la frente con un escudo cuadrado de oro bordado en el centro. El hombre, bastante irascible, le señaló directamente con la espada y le ordenó de mala manera:
–¡Tú, el del carro! Muéstrate –varios de sus compañeros roühm se movilizaron al escuchar los gritos del de la cinta, su general en realidad.
–No ssoy unna aménazza, no –le contestó Kertfa hablando en voz baja y calmada.
El zafio no quería llamar la atención ahora que estaba prácticamente a las puertas de La Fortaleza.
Llegar hasta allí sin levantar sospechas le había costado lo suyo.
–He dicho que te muestres. ¡No lo repetiré!
–¡Haz caso al general, carretero! –le increpó otro de los jinetes desenfundando su propia espada.
A lo lejos ya se podían divisar los primeros tramos de la muralla externa de la capital del Reino Rojo. La ciudadela se erguía orgullosa, como sus habitantes, ignorando el fatídico peligro que ya casi había llegado hasta su interior.
–Clarro, sí, porr súpuestto.
Kertfa aferró su bastón de madera preparándose para lo peor. Mejor morir allí matando unos cuantos de esos arrogantes roühm que a manos de los terribles amos de Kaz-Minkú cuando estos descubriesen que había fracasado. El bastón desarrolló unas casi imperceptibles raíces negruzcas que rápidamente se introdujeron en la enfermiza mano que lo empuñaba. Kertfa alzó la vista y miró a aquella impresionante ciudadela que había resistido los avatares del tiempo y las guerras durante tantos y tantos siglos.
Y vio un devastador fuego sobre sus almenaras y un espeso humo rodeando su muralla caída. Contempló miles de cuerpos amontonados en las afueras, pero no había ni un solo golpe sobre aquellos cadáveres inertes. No había sangre bañando la tierra, ni enemigos victoriosos celebrando nada. Solo olor a putrefacción y úlcera, a cianuro y pus, un hedor insoportable incluso para él, acostumbrado a su terrible enfermedad incurable. No serían los soldados, ni los arcos o arietes los que derribarían aquel lugar. Vio salir de entre las ruinas en llamas a una mujer envuelta en telas, avanzando con mucha dificultad hasta él, sus bellos ojos celestes eran como el suave cielo de un día claro de verano. En cuanto llegó, la mujer extendió su mano derecha y, aunque Kertfa intentó apartarse, sintió la suave caricia de aquella hembra humana sobre su rostro.
Un escalofrío de malsano placer y prohibido deseo le recorrió su cuerpo por completo.
Aquella mujer no era como la patética niña que había estado bajo su cuidado y que había catado en numerosas ocasiones, esta hembra sí que sería capaz de hacerle sentir de todo. La mujer retiró la mano y miró hacia atrás. El fuego avanzaba imparable en la distancia, devorándolo todo, creando un humo negro y denso que no dejaba ver nada tras él. La mujer volvió el rostro hacia él, le miró con ternura directamente a los ojos y le preguntó:
–¿De qué sirve vivir si nuestra vida solo le vale a la muerte?
Después, de repente, las telas que la cubrían dejaron ver un cuerpo perfecto y hermoso, pero recubierto en su totalidad por horripilantes costras y supurantes llagas amarillentas. Inmediatamente el fuego también la alcanzó pero, antes de que las llamas la devorasen, el humo negro y denso la envolvió en un manto impenetrable de oscuridad que, finalmente, también le alcanzó a él.
El zafio volvió a la realidad.
Sería la peste del Norte, el mal con el que Kertfa había sido castigado hacía ya tanto tiempo atrás, lo que condenaría a aquella insolente gente.
No podía fracasar, el Mal no le dejaría hacerlo por segunda vez.
–¡Se te acabó el tiempo! –le dijo el general Murahm listo para darle el golpe de gracia.
–¡Piéddad, piéddad, oss rruego, sí! Ésstoy énferrmo, sí, es vérrdad...
Soltó el peligroso bastón de madera y se bajó a toda prisa los sucios harapos con los que se cubría el rostro. Tanto el general como el resto de sus hombres se retiraron algo asustados al ver lo que ocultaba.
–¡Lepra! –exclamó uno de los hombres escupiendo supersticiosamente al suelo.
–Los acogemos y esos malnacidos zulá nos mandan un inmundo ónimod leproso. ¡Sucios traidores! –dijo otro de los jinetes claramente exaltado.
–Quemadlos a todos, no dejaré que esa peste toque a los nuestros –ordenó con mirada impasible Murahm.
Se apartó de los gritos desesperados del zafio y de todos aquellos pobres desgraciados refugiados que viajaban con él. El llanto de los niños se le hacía insoportable, pero no podía dejar que esa enfermedad tan terrible y contagiosa llegase hasta La Fortaleza.
Mejor la vida de unos pocos inocentes, que la de muchos.
Los hombres se miraron algo dubitativos hasta que finalmente uno de ellos se alejó en busca de una antorcha y leña suficiente como para cumplir con la orden de su general, mientras el resto se movió ordenadamente obligando al zafio y a los otros a reunirse al borde del camino, formando un apretado y asustado grupo. Los jinetes de Roühm les rodearon impidiéndoles con sus amaestrados caballos y sus gruesas espadas el poder escapar de allí. Los llantos y gimoteos de las mujeres se mezclaron con las súplicas lastimosas de los viejos que, arrodillados y envueltos en lágrimas, clamaban por sus vidas ahora que no valían nada. Ninguno de los soldados pudo aguantar las miradas aterrorizadas que les dirigían los refugiados, lo que les iban a hacer era un acto sumamente deshonroso e impropio para un jinete rojo.
Pero la orden ya estaba dada.
Y el hombre que la había dado, el general Murahm de Roühm, el hombre al mando de todo aquel intrépido Reino libre de Valtra, sentía como su corazón se encogía de dolor ante lo que acababa de ordenar. Él no era un asesino, tan solo era un hombre que debía proteger a un pueblo amenazado de muerte aunque eso significase el tomar medidas desesperadas y vergonzosas como aquella. Esa clase de actos inhumanos era lo que había querido evitar al negarse a establecer contactos con las sabandijas de Nueva Zulá, pero poco había podido hacer ya que el resto de los generales y líderes de La Fortaleza habían estado de acuerdo en hablar con ellos y aceptar nuevos grupos de refugiados.
Grupos como aquel al que ahora se veía obligado a retener y dar muerte.
Política, siempre absurda e innecesaria.
–¡No lo harás! Me oyes, Murahm –le gritó desde la distancia una esbelta mujer acompañada de aquel jinete que, supuestamente, había ido a buscar la leña y la antorcha. La mujer llegó corriendo hasta allí, con fuego en la mirada–: ¡No quemarás a toda esta gente inocente! ¡No te dejaré! ¡No somos asesinos! ¿Has perdido la cordura?
–Mi reina, este grupo es una amenaza para la seguridad de La Fortaleza. Lo siento, no hay más opción que el fuego –se excusó sin alzar los ojos. Añadió apesadumbrado–: No tengo elección, mi reina.
–¡Maldito cobarde! Si Adkra estuviera aquí te haría colgar. Si Ormul estuviera aquí te rebanaría la cabeza ahora mismo –protestó tenazmente la mujer.
–Llévatela, Bórnvul –le ordenó el general a uno de sus hombres, un tipo grueso, barbudo y desaseado.
Cuando aquel gordo soldado la cogió, la valiente mujer le dio un feroz bocado en la mano y una patada en la entrepierna, combinación gracias a la cual se liberó del pobre y dolorido Bórnvul. Aprovechando la confusión del momento, Kertfa se arrastró por el suelo hacia ella, suplicando en ónimod1, su idioma materno. Alzó la mirada y vio con total claridad unos preciosos ojos celestes. Le resultó paradójico pensar que si aquella mujer conseguía salvarlos, el fin del Reino Rojo estaría prácticamente asegurado.
Dejó de suplicar por un instante para poder contemplarla.
Incluso para él, un zafio renegado y lleno de oscuros y sucios deseos, esa mujer era muy hermosa.
Zulaira ya había alcanzado la mediana edad hacía unas cuantas estaciones, pero poseía un encanto natural y un porte regio casi irresistible. Su madurez realzaba su ya de por sí descomunal belleza innata. Ese día vestía unos apretados pantalones azulados que hacían juego con un más que admirable jersey de tela blanca. Su larga cabellera de pelo color caoba lucía suelto y salvaje, dándole una aura de libertad y fiereza que la hacía todavía más atractiva.
–Porr fávorr, no querremos mórirr, no. Piéddad, sí...
La mujer se agachó con una amplia sonrisa en su precioso y perfilado rostro. El general Murahm hizo un gesto a sus hombres para que la dejasen hacer, confiaba en que cuando viera la peste de cerca comprendería por fin lo desesperado de su orden. Incluso a través de las gruesas telas que los cubrían, el zafio notó las suaves manos de la reina zulá cuando esta las puso sobre sus hombros. Fue exactamente la misma sensación que cuando la mujer de su visión le había acariciado el rostro antes de morir.
El zafio recordó los días felices y tranquilos en el bosque junto a su honrada familia ónimod y su divertido primo, mucho antes de que todo cambiase y se tornase en una pesadilla de la que no había sido capaz de huir, mucho antes de que decidiese convertirse en lo que era ahora... Por primera vez en demasiadas estaciones recordó las caricias y las palabras de amor que su esposa le regalaba cada anochecer junto al cálido fuego de la chimenea de su acogedora choza, rodeado de cerca por sus muchos hijos e hijas después de un duro día de caza junto a su fiel primo.
Aquellos felices días, mucho antes de que aquellos hijos de Krádovel se lo arrebatasen todo...
Por un momento, Kertfa sintió mala conciencia al recordar las incontables atrocidades que había cometido, en especial a la desgraciada de Kayla... El zafio se tapó de nuevo el rostro con la capucha harapienta de su capa, ocultando con ello la profunda vergüenza que sentía crecer en su interior sin terminar de entender muy bien el porqué le alcanzaba aquel extraño sentimiento.
–Mi reina, no tenemos opción, esa peste puede acabar con todos nosotros. Es peligrosa, debemos proteger nuestras vidas, las de nuestro pueblo –se justificó Murahm portando consigo una antorcha que otro de sus hombres había ido a buscar entre tanto. Casi suplicó–: Por favor, dejadme hacer, Zulaira.
–¿De qué sirve vivir si nuestra vida solo le vale a la muerte? –fue la respuesta de ella sin ni siquiera volverse para dársela.
Kertfa la miró asombrado. Aquellas palabras, la visión que había recibido, su misión allí, el castigo terrible de los amos néldors... Zulaira extendió su brazo izquierdo protegiendo simbólicamente al zafio con él, pero permaneció en silencio y de espaldas al general.
–Tus palabras son sabias, mi reina –le contestó Murahm bajando la antorcha con claras intenciones de dejarlo estar.
–Tu espada y tu escudo son lo único que nos protege del enemigo, Murahm. No endurezcas tu corazón como lo hicieron los néldor al principio de los tiempos –le aconsejó la reina girándose por fin y sonriéndole agradecida.
En realidad, ella admiraba el coraje y el tesón del mejor de los generales de todo Roühm.
–Confiemos en que la lepra no... –el general se detuvo contemplando el camino en la distancia. Su penetrante y excelente visión le había hecho ver algo a lo lejos, un hombre enorme se acercaba acompañado de un segundo mucho más pequeño, seguidos de cerca por dos moles inmensas que avanzaban tras ellos lentamente y a cuatro patas. Ordenó inmediatamente a su tropa–: ¡Seguidme! Reina Zulaira, será mejor que regreséis a la seguridad de La Fortaleza.
–No iré, a no ser que esta indefensa gente venga conmigo, Murahm.
–Está bien, está bien –le concedió Murahm sin dejar de mirar al camino y a los que se acercaban por él. Le ordenó al gordo y barbudo jinete que se había encargado antes de la reina–: Llévalos a mi casa de invitados, Bórnvul. Pero que nadie se acerque a ellos ni los toque. La reina Zulaira se encargará de cuidarlos hasta que decidamos qué hacer con ellos o nos quede claro que la lepra no es un peligro.
Kertfa no supo qué pensar, una vez dentro de La Fortaleza sería relativamente fácil extender la peste del Norte en ella. Aún así...
–Avisa también al resto de generales –le ordenó Murahm al tal Bórnvul. Había reconocido por fin al gigantón del camino, por eso añadió mucho más tranquilo–: Y diles que por fin han llegado nuevas sobre el príncipe Akar.
Zulaira se giró al escuchar aquel nombre, pero el general no le dio tiempo a decir nada ya que se lanzó al galope seguido de cerca por todos sus hombres, a excepción de Bórnvul. Los recién llegados se detuvieron al ver la nube de polvo que los corceles levantaron a lo largo del camino. Al llegar a ellos, Murahm puso pie a tierra sin que ni siquiera su caballo se hubiera detenido del todo. Los jinetes rojos sonreían contentos al ver de nuevo al visitante, aunque algo inquietos por sus extraños acompañantes.
Dos feroces osos blancos con sendas cicatrices en sus ojos derecho e izquierdo, respectivamente, rugieron al unísono y con fuerza al acercarse Murahm, pero se silenciaron ante un gesto dominante que les hizo la parte humana del mínimo.
–¡Ormul! ¡Por fin una buena noticia! La Fortaleza te ha estado buscando por todas partes. A ti y al muchacho, como no –el general le dio un potente abrazo. Luego señaló el brazo amputado y afirmó–: Sabía que algo terrible tenía que haber provocado vuestro retraso. Supongo que le darías su merecido, ¿no, viejo amigo? Si Ormul ha perdido un brazo en un combate...
Los otros roühm rieron imaginando lo que el fortísimo guerrero le habría hecho al atacante. Ormul tenía una reputación extraordinaria y temida en todo el Reino Rojo, sin embargo, el mentor de Akar no sonreía al recordar el fatídico encuentro con el gonk y como este le había atacado traicioneramente y por la espalda causándole aquella irreparable herida.
–¿El príncipe no ha regresado? –le preguntó Ormul frunciendo el ceño.
Aunque había buscado a Akar con la ayuda del mínimo que lo acompañaba, no había sido capaz de encontrarlo. El general Murahm dejó de sonreír a su vez al comprender que Ormul tampoco sabía nada del paradero del hijo del rey Adkra. Perder al príncipe sería un duro golpe para la moral del Reino.
–Pensaba que tú nos dirías dónde está –se excusó Murahm.
–Entonces lo peor que podía pasar debe haber sucedido –Ormul cambió de expresión adoptando una mucho más dura y cortante. Si Akar no había regresado y los mínimos no lo habían encontrado ni tampoco sabían lo que le había sucedido, estaba claro que los gonks lo habían capturado. No tenía muchas opciones–: Reclamo mi derecho de senescalía.
–¿El derecho de... de senescalía? –repitió incrédulo Murahm, eso era algo que ni se había planteado que pudiera suceder.
Ormul era hombre de acción, no de gobierno. Todos los malos presentimientos del general roühm se hacían realidad de golpe.
–El Reino está en peligro. Hay gonks avanzando por todo El Bosque de Oro y los protectores mínimos nada pueden hacer ya para ayudarnos. Por lo visto, algunos de los suyos nos han traicionado a Kaz-Minkú. Creo que ese grupo es el que ha capturado al príncipe Akar. El rey Hurka aquí presente –le señaló al mínimo, que siguió sin abrir la boca–, ha cuidado de mí todo este tiempo. Sus otros yo –señaló a los dos osos blancos– han buscado al muchacho sin resultado. Debemos ayudar al rey mínimo, él nos conducirá hasta donde se ocultan los traidores. Por ello, como senescal de Roühm, reclamo mi derecho a convocar los ejércitos del Reino para acabar con esas ratas traidoras y salvar a nuestro futuro rey, nuestro señor, el príncipe Akar.
Todos los jinetes rojos se quedaron de piedra, jamás nadie había escuchado a Ormul hablar durante tanto tiempo, ni mucho menos dar un discurso como aquel.
–Ormul... –Murahm se obligó a corregir sus palabras–, senescal Ormul, La Fortaleza está preparada para entrar en combate. Ningún siervo del Mal podrá escapar de nuestra ira. ¡A vuestro lado!
–¡A vuestro lado! –exclamaron todos los otros roühm al momento.
Ormul le hizo un gesto al general que este interpretó correctamente, haciendo que tanto él como sus hombres se pusieran en marcha rumbo a La Fortaleza.
–¿Vendréis con nosotros, rey Hurka? –le preguntó el senescal Ormul al mínimo.
–¿Por qué no? –La voz infantil y melodiosa del mínimo sonaba algo sarcástica–. El hogar de los jinetes rojos debe ser acogedor.
–Os sorprenderá cuánto –le contestó Ormul avanzando por el camino, siguiendo el rastro polvoriento de los jinetes, quienes ya habían sobrepasado el lento desfile de los refugiados encabezados por la reina Zulaira y el viejo carromato de Kertfa.
El zafio los vio venir y, al igual que los humanos, se sorprendió al ver al mínimo y a sus dos osos blancos de aspecto intimidante. En cuanto la reina Zulaira reconoció a Ormul, se apresuró en acercarse a él y le dio un afectuoso abrazo. El leproso observó que la mujer asentía con tristeza a las palabras que aquel gigantón de cabeza rapada le decía. El bastón de madera que tenía cerca, junto a él, se retorció al sentir el poder de los néldor en las proximidades. La depravada calavera del Dominio se hizo visible en la madera y el zafio hubo de apresurarse en taparla para que nadie la viese por descuido.
El mínimo, junto con sus dos fieros osos blancos, se habían acercado disimuladamente hasta el destartalado carro.
–Date prisa, Kaz-Minkú no esperará mucho más –le dijo con su peculiar voz infantil.
Uno de los dos osos le miró fijamente al pasar junto a él, mientras que el otro rugió por lo bajo con claras intenciones hostiles. Al escucharlo, Kertfa se retorció sobre el sillón del carromato que conducía. En su cabeza, aquel rugido había resonado diferente, con la auténtica voz del que había hablado.
La voz dura y seca del impasible general Krutt Hej'Ari.
No habían sido una palabras nada halagüeñas, desde luego. El zafio pensó de nuevo en la bella humana de ojos celestes.
“¿De qué sirve vivir si nuestra vida solo le vale a la muerte?”
Tenía que tomar una decisión.
La más difícil de toda su asquerosa y miserable vida.
* * * * *
Kay estaba total y felizmente aburrida allí, en aquella espléndida tienda de campaña que más parecía una casa portátil que otra cosa, dadas sus dimensiones y comodidades. ¡Jamás en su vida había visto nada tan lujoso! Cuando se lo contase a Dob se iba a quedar con su bocaza bien abierta, con esa mirada de niño que tanto le gustaba ver en él.
Porque lo iba a encontrar.
Estuviese donde estuviese, ella encontraría a su hermano.
Para celebrar aquella...
1 Ver anexo: “Sobre los Idiomas”.
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